PENALTI
Carlos no estaba seguro de si habían pasado cinco o seis años desde la última vez que le tiraron un penalti. Aunque eso daba igual. Lo que verdaderamente le impresionaba era la cantidad de cambios que se habían sucedido en su vida desde entonces.
Hoy, como hace cinco o seis años, se encontraba bajo los tres palos a nueve metros y quince centímetros de un balón que iba a ser chutado en breve. No tenía ni idea de cómo se llamaba el individuo que esperaba frente a él con los brazos en jarra, pero de lejos podría parecerse al cabrón de Samuel: un metro ochenta centímetros de altura, musculoso, pelo corto y unos andares que más parecían de pastor que de futbolista. Claro que Samuel era pastor y jugaba al fútbol aficionado, mientras que el sujeto que miraba fijamente el balón no había visto en su vida una oveja de cerca.
Carlos parecía estar reviviendo de nuevo aquel partido. Todo lo que le estaba pasando le evocaba a aquel desgraciado momento, aunque tendía a relativizar la enorme distancia que existía entre uno y otro. No sólo se evidenciaba que habían pasado cinco o seis años desde entonces, sino que todo rezumaba pobreza y provisionalidad. Aquél día no. Aquél día acababa una interminable semana de preparación en la que todo su pueblo se había volcado. La ocasión lo merecía. Era el acontecimiento más importante desde que en 1964 el hijo de Adelino había salido en el ABC por montar un restaurante de comida típica española en Boston. Pero aunque lo del hijo del Adelino fue importante, este momento lo era mucho más, porque afectaba a todos y cada uno de los habitantes del pueblo. Su equipo, el equipo del pueblo, afrontaba los últimos 90 minutos del campeonato de liga. Ese ridículo minutaje era el que les separaba de la gloria. Un puntito más, un simple empate ante el equipo del pueblo vecino les iba a proyectar hasta las divisiones nacionales: campos de hierba, agua caliente en los vestuarios, viajes a ciudades de más de cinco mil habitantes y lo que era mucho mejor, un pueblo rendido a los pies de sus héroes.
Aquella semana de hace cinco o seis años fue sólo un preámbulo de lo que iba a significar para el pueblo la consecución del campeonato. Toda una semana de agasajos y privilegios para los componentes del equipo de fútbol. En la fábrica de galletas concedieron una semana de vacaciones a los siete trabajadores que formaban parte del equipo, a costa de que el resto de personal hiciese horas extras para cubrir las ausencias y el dueño de Stardust, la principal discoteca de la comarca, se gastó 350.000 pesetas en nuevas equipaciones para unos jugadores que eran el centro de atención de todo el pueblo. Y eso, con 19 ó 20 años, era una auténtica gozada. Con esa edad, lo único que importa es beber todo lo que se pueda y perseguir a las chicas del pueblo, y durante esa semana parecía que los sueños de unos cuantos chavales se habían hecho realidad. Por lo menos durante los tres primeros días, hasta que llegó a oídos del entrenador que Chus, el centrocampista organizador, el cerebro del equipo, se lo había hecho con las hermanas Vaqueriza. Ese affaire con las trillizas Vaqueriza arruinó una semana que podría haber sido perfecta y que sin embargo, prosiguió en el internado de los frailes.
- ¿Se encuentra bien? – la enérgica voz del árbitro le devolvió a la realidad alejándole de su pueblo.
- Si, claro, claro. Estoy de puta madre. Lo que pasa es que el gilipollas ese ha colocado el balón fuera del punto de penalti.
- Gilipollas lo será la concha de tu madre – gritó el delantero avanzando de forma desafiante hacia Carlos.
- ¡Sudaca! ¡Encima, sudaca! – Carlos no se arrugó ante la amenaza del delantero.
- ¡Alto! – el árbitro se esforzaba por gritar más e interponerse entre ellos – Cada uno a su sitio si no quieren irse ahora mismo a las duchas.
Sólo unos centímetros separaban sus alientos y el árbitro comprendió que era inevitable una prórroga de puñetazos tras el partido. Sólo esperaba que esta vez le diese tiempo a desaparecer antes de que empezasen a matarse. Afortunadamente, Carlos colocó el balón en el punto de penalti y sin dejar de mirar a la cara del argentino retrocedió despacio hasta la línea de puerta.
- ¡A ver si tapas bien, gordito!
- No te digo con lo que te voy a tapar yo la boca – susurró Carlos para que no le oyera.
Carlos nunca había visto a nadie que le sentase peor la elástica de Boca que al bocazas que tenía enfrente. No era sólo que la confección de la camiseta se remontase a cuando la vistió Maradona por primera vez, y que hubiese sufrido cientos de lavados tras otros tantos partidos como aquel, sino que además, esa mala bestia, no dejaba entrever por ningún lado que tenía dotes para jugar al fútbol. De hecho, excepto él, ninguno de los 22 jugadores que arrastraban sus cuerpos en pos de un balón levantando una asfixiante polvareda, había jugado al fútbol fuera de la cárcel. Y por lo menos, el equipo contrario, los azules de la galería A, conservaban cierta armonía en los uniformes, porque en el equipo de Carlos, aunque parecía que todos vestían de rojo, la variedad era tan desconcertante que podría servir de excusa para los pases entregados al contrario. Suerte que Carlos era portero e iba de verde.
Pero hace cinco o seis años Carlos no era el portero del equipo de su pueblo. Era el delantero centro; la estrella de aquella temporada en la que anotó 34 goles. Tenía sobre la mesa dos ofertas de clubes de la 2ª división nacional y tocaba el cielo con la punta de los dedos. Aquél día de hace cinco o seis años, el campo rebosaba de gente y de expectación. Decían que el equipo contrario no se jugaba nada. ¡Qué más les daba a ellos si estaban en mitad de la tabla! Sin embargo, nadie quería reparar en que sólo a 5 kilómetros de allí, en el otro pueblo, se encomendaban a San Vicente, su Patrón, rogándole que el equipo de Carlos no abandonase la mediocridad de la liga comarcal y a Samuel, su delantero más incisivo, para que no permitiese la humillación consistente en que sus más odiados vecinos pudieran restregarles sus éxitos al menos durante todo un año.
Aquella tarde de hace cinco o seis años, el campo rebosaba de gente y expectación. También había policías, y UVI móvil, y medios de comunicación locales. Incluso se había desplazado un corresponsal del periódico deportivo Goleada. Por una vez en la historia de ese pequeño pueblo, toda la atención se concentraba en el vetusto estadio municipal. Y especialmente en Carlos, sobre todo cuando en el minuto 19 cabeceó un balón a las mallas tras un saque de esquina. El graderío enloqueció. Era justo lo que necesitaban para cumplir su más anhelado sueño y Calos se lo concedía más pronto de lo que esperaban. El alcalde, lejos de guardar ningún tipo de cortesía agitaba su corbata por el aire desgañitándose. Antes de comenzar el partido, había bajado a los vestuarios prometiendo cambios en el pueblo si se conseguía el ascenso.
- ¡Un centro comercial! – gritaba con los ojos muy abiertos - ¡Un complejo único en la comarca!
Dijo el alcalde que si hubiera fútbol de categoría nacional, se generarían sinergias para nuevas actividades de restauración y servicios. A veces, que el alcalde fuese el único licenciado del pueblo suponía un grave problema para entenderle, pero todo el pueblo tras el gol de Carlos, comenzó a soñar con el hipermercado. Ni siquiera el primer empate de Samuel minó la moral de la grada, que siguió animando a los suyos sin descanso.
Carlos se había acostumbrado tanto a los gritos en la cárcel que no le imponían los del árbitro del partido. El colegiado se desgañitaba para que Carlos no se moviese de la raya, pero no le hacía caso. Balanceándose como un gorila, agitaba sus cortos brazos asemejándose a las aspas de un molino de viento. Trataba de poner nervioso al argentino que le miraba incrédulo. La escena era patética vista desde la banda, pero ahora Carlos estaba seguro de que había hecho bien solicitando al entrenador del equipo de la Galería B el puesto de portero al inicio de la temporada. El mister le puso toda clase de trabas hasta que finalmente aceptó. Pero no porque hubiese un exceso de pretendientes al puesto de guardameta, sino porque había aprendido en un curso que el jugador rinde más cuando está motivado por el esfuerzo y no se acomoda por la seguridad de ser titular cada domingo. Carlos llevaba 14 partidos esperado pacientemente el momento en el que el colegiado pitase un penalti en contra. Sabía que tarde o temprano alguno de los barrigudos defensas que intentaban proteger su meta, derribaría en el área a algún rival, aunque fuese una sola vez. Pero se equivocó, ese momento no llegaba y la liga se acababa en unos pocos minutos, así que prefirió agarrar por el cuello al argentino cuando éste pretendía regatearlo.
- ¡Penalti! – cantó un coro de voces al unísono.
Penalti intrascendente con un 3 a 0 en contra y la última posición de la tabla ganada a pulso. Aunque eso era para el resto del mundo, para Carlos no, porque Carlos estaba decidido a darle un vuelco a su vida en ese preciso instante.
La segunda parte de aquel recordado partido de hace cinco o seis años fue una réplica exacta de la primera. Gol de Carlos respondido por otro de Samuel. Empate a dos y en cinco minutos más se haría realidad el hipermercado, la televisión y la salida del ostracismo en la que el pueblo llevaba desde su fundación. Pero los entrenadores, al igual que las madres, siempre llevan razón cuando repiten y repiten y repiten sus advertencias. Y el de Carlos siempre decía como una cantinela: “hasta el rabo todo es toro”. Es decir, que hasta que el árbitro no pite el final del partido no se puede cantar victoria. Y en este caso pitó, pero no con tres silbidos cortos como se indica el final de una contienda, sino exclusivamente con uno, enérgico y prolongado, el que corresponde a la señalización de un penalti que le acababa de hacer el portero, al malparido de Samuel cuando se escapaba solo para marcar a placer. El silencio que se instaló en el campo estremecía. Y aún más cuando el público asistió impertérrito a la expulsión del portero. Ese silencio permitió que todos escuchasen nítidamente, alta y clara, la voz del utillero mientras tiraba con rabia una botella de agua al suelo:
- No hagas los tres cambios, no hagas los tres cambios. ¡Ni puto caso!.¿Y ahora qué?
Carlos recordaba estar aturdido al observar a la gente enfervorecida, gritando, rugiendo, presionando desde la grada al rival sin descanso. Todo lo contrario a lo que pasaba hoy. Cinco o seis años después, a punto de lanzarse una pena máxima que podría suponer encajar el cuarto gol, la expectación era mínima. Se reducía a dos funcionarios que no mostraban la más mínima curiosidad desde la banda. También había varios policías, pero Carlos, acostumbrado ya a su presencia, tendía a ignorarlos confundiéndolos con el paisaje. El argentino estaba colocando el balón en el punto de penalti. Miraba a los ojos de Carlos con una mueca mezcla de sorna y de desprecio. Sin emitir sonido alguno le dedicó un clarísimo hijo de puta con su boca y lo acompañó de un rápido gesto con el pulgar asemejando un seccionado de cuello. El argentino no bromeaba, estaba allí por homicidio y todos le conocían por ser uno de los más peligrosos del penal. Carlos se había preguntado en numerosas ocasiones cómo podía haber llegado a acabar allí porque él no era como el argentino. No era justo que el fútbol igualase a ambos, porque él no era un criminal. Simplemente, encontró una forma fácil de ganar dinero trapicheando con pastillas en las discotecas de la zona para ganarse la vida desde que trasladaron la fábrica de galletas a Polonia y se quedó sin empleo. Al igual que la mayoría de habitantes del pueblo en edad de trabajar, tuvo que encontrar de la noche a la mañana nuevas fuentes de ingresos.
El alcalde defendió que la fábrica tuvo que cerrar porque el equipo no subió a categoría nacional, pero Carlos no se lo creía. Estaba convencido de que eso era efecto de la globalización de los mercados como decía un artículo que había recortado de un periódico económico. Lo tenía pegado en la pared de la celda y lo repasaba a diario intentando descifrar ese lenguaje obtuso y retorcido que empleaba el autor. Carlos se dedicó a enseñar ese recorte de prensa a cada uno de los que le acusaban de que por culpa de él (y de otros, pero especialmente de él), la fábrica cerró, el hipermercado se quedó en un bonito sueño y los jóvenes continuaron peregrinando a la ciudad para descubrir la vida.
Desde hace cinco o seis años, se había arrepentido mil veces de pedirle la camiseta al portero y dirigirse a la portería mucho antes de que el entrenador reaccionase ante la expulsión. Entre aplausos, Carlos se colocó bajo los tres palos y con gesto desafiante le indicó a Samuel por donde quería que le lanzase el penalti. Y Samuel le hizo caso. Y Caros, que no sabía nada de psicología (ni siquiera escribirlo) se estiró todo lo que pudo y voló hacia el palo contrario, para acabar en gol y en derrota. En la derrota de todo un pueblo. El silencio permitió escuchar los gritos de alegría de los jugadores del equipo visitante y los de dolor de Carlos, que en su estirada había acabado estrellando su cabeza en el poste. El arbitro pitó el final y los jugadores se retiraron a los vestuarios excepto él, que tardó más porque el médico no acertaba a parar la hemorragia.
Nunca podía haber imaginado que aquel gesto de entrega y valentía le iba a proporcionar el desprecio más absoluto de un pueblo indignado porque su estrella más querida no hubiese sido capaz de parar el penalti. Carlos intentaba explicarles en la cantina lo difícil que es parar uno e incluso le dejaron dirigirse a la gente en la Iglesia al acabar la misa del domingo siguiente. Pero todos los intentos fueron inútiles. La temporada siguiente no marcó ningún gol. Ya no volvió a ser el mismo Carlos, el delantero centro estrella de un equipo que apuntaba a ascender a la categoría nacional, sino que se había convertido en el delantero suplente de un vulgar equipo de un pueblo que le recordaría siempre por fallarle en el momento en que más le necesitó. Todos esos que le rodeaban agasajándole, se olvidaron de cada uno de los goles que había hecho, de cada carrera por la banda, de cada patada recibida por defender la camiseta del equipo. Ahora mismo, cuando intentaba concentrarse para parar el penalti al argentino, seguía intentando escudriñar en lo más profundo del alma humana, tratando de entender la injusticia que habían cometido con él. Pero todo iba a cambiar a partir de ahora. Había decidido darle un giro a su vida a meses de salir de prisión con una condicional por buena conducta. Sólo necesitaba parar ese penalti. Ese penalti que no le importaba a nadie, se iba a convertir en un nuevo punto de inflexión en su vida. Deseaba pararlo sobre todas las cosas para poder volver a pisar su pueblo sin agachar la cabeza, para no tener que releer el artículo, para salir de allí y dejar de jugar al fútbol y marcharse lejos y volar, volar hacia su derecha como aquel día, con ganas, con fuerza, sintiendo todos sus músculos en tensión y alargar el brazo para contactar con el balón y atraparlo, abrazándolo como se abraza a un ser querido, al que más quieres.
Los ojos de Carlos se llenaron de lágrimas antes de dar una pequeña carrera y golpear el balón con fuerza hacia delante. Nadie entendió nunca que celebraba con esos saltos y gritos y mucho menos el argentino. Nadie podía sospechar que acababan de presenciar el nacimiento de una nueva persona.
Paco Romero
Madrid, 8/9/04
martes, marzo 07, 2006
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1 comentario:
PERDON ESTOY RUMIANDO ... DECIAS ALGO NTERESANTE?
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